Era un soleado día de verano, Carmen era estudiante de Derecho y estaba en plena época de exámenes. Estaba preparando un examen oral de Derecho Penal. Cada vez que se veía subiendo a la tarima delante de todos sus compañeros a responder las preguntas del profesor, le temblaban las piernas, aparecía el sudor frío y sentía una taquicardia. Era tan importante aprobar… que no sabría qué podía pasar si no lo hacía. Sonó su teléfono móvil, era un mensaje de Miguel, un buen amigo que ese día recogía su coche nuevo del concesionario. El mensaje decía “asómate a la ventana y verás la joya que me he comprado”. Carmen se asomó, pero al ver el flamante coche, no se pudo resistir y le hizo señas de que no se fuese, que iba a bajar. En un segundo estaba bajo admirando el coche de su amigo. Él la invitó a conducirlo y sin pensárselo se puso al volante, salió del pueblo, y se encaminó hacia la ciudad por la autovía. Por el camino iban charlando de muchas cosas, los exámenes de ella… la nueva conquista amorosa de él…
A la vuelta, estaban parados en un semáforo a la salida de la ciudad mientras Miguel contaba un chiste sobre un avión y Carmen reía alegre. En ese momento, se oyó un ruido muy fuerte y Carmen escuchó cómo Miguel maldecía… todo se volvió distinto, sabía que se movía pero no hacia qué dirección ni por qué, soltó los pedales y el volante dejándose llevar y pensando que iba a morir. No entendía muy bien qué pasaba, pero cuando abrió los ojos vio a su amigo con los ojos cerrados y la boca abierta. En seguida se acercó un chico y le preguntó cómo estaba, a lo que ella sólo podía contestar “le he matado”. Le dijeron que saliese del coche, pero ella no quería, se sentía tan culpable que sólo deseaba que el coche explotase con ella dentro. Mientras tanto, alguien intentó abrir la puerta del coche para intentar sacarla a la fuerza, pero se dieron cuenta de que no se abría. Al cabo de un rato, Miguel abrió los ojos, miró a Carmen, sonrió y le dijo “mala hierba nunca muere”. Una vez recuperado, Miguel se dio cuenta de que Carmen estaba atrapada por el chasis del coche, que se había arrugado como un papel cuando ya no sirve. No pasó mucho tiempo cuando llegaron los bomberos junto a la ambulancia, mientras intentaban sacarla del coche, Carmen empezó a escuchar el relato de lo que había sucedido de boca de los testigos que se apiñaban alrededor del coche y empezó a comprender que había tenido un accidente. Según oía a la gente, habían dado tres vueltas de campana y se habían desplazado hasta el otro carril, ahora se daba cuenta de que no le sonaba estar allí antes. Todos estaban muy preocupados, pero ella estaba bien, no le dolía nada, sólo la cabeza, eso sí, el dolor de la cabeza era terrible.
Una vez estuvo fuera del coche, la pusieron en una camilla, le pusieron un collarín enorme y la subieron a la ambulancia. Fue de camino al Hospital cuando se dio cuenta de que sólo le dolía la cabeza porque no sentía el resto del cuerpo. Miguel intentaba mantener el ánimo y seguía contando anécdotas para distraerla, mientras la doctora se esforzaba en hacer todo tipo de pruebas.
Se quedó ingresada en el hospital, tenía una lesión en un ojo que hubo que operar y su familia no la dejaba sola en ningún momento. Todas las noches se quedaba su madre a hacerle compañía. Carmen se hacía la dormida para que su madre pudiese descansar, y entonces la oía llorar noche tras noche, hasta que un día abrió los ojos y le preguntó a su madre por qué lloraba, a lo que ella contestó llena de tristeza “me han dicho que no volverás a andar”. Carmen, con la espontaneidad que la caracterizaba, le contestó “eso es lo que creen ellos, esos no me conocen”.
Al día siguiente, cuando llegó el médico, Carmen le preguntó abiertamente si no había nada que hacer al respecto, si estaba condenada a vivir el resto de su vida postrada en una cama y le explicó que al principio no notaba nada de cuello para abajo, pero en ese momento ya notaba los brazos y el tronco, así que ella confiaba en que pasaría lo mismo con el resto del cuerpo. El médico le explicó que iría sintiendo más algunas partes de su cuerpo, pero de cintura para abajo no sentiría nada, ya que tenía una lesión en la médula. Ella le pidió una alternativa, no podía creer que con veinte años, y en un pestañeo, sus preocupaciones hubiesen cambiado tanto, de tener pánico a suspender un examen, a pensar que estaría el resto de su vida dependiendo de los demás.
Al cabo de un rato, el médico volvió a entrar en la habitación para comunicarle que había un tratamiento experimental, que consistía en inyectar una sustancia en la médula espinal. Eso no le garantizaba nada, ya que no sabían si mejoraría o incluso empeoraría, pero lo que ella tenía claro es que no se iba a rendir sin intentarlo. Sus padres intentaron convencerla de que no lo hiciese, por miedo, pero ella estaba decidida, firmó los papeles y al día siguiente la trasladaron al nuevo hospital donde iban a realizarle el tratamiento.
Durante dos meses, el día a día fue muy duro, ya que sólo le pinchaban y no veía la mejoría en nada, pero una noche de finales de agosto, Carmen despertó por un pinchazo muy fuerte que sintió en la cadera y lloró de alegría… No quiso que le pusieran ningún calmante, ya que la felicidad que sentía era causada precisamente por ese dolor y quería sentirlo siempre. Al día siguiente quiso bajar al gimnasio con más alegría que nunca. Allí contó a todos que sentía dolor, de hecho tenía que parar su rutina por los pinchazos que iba sintiendo a lo largo de las piernas, pero respiraba hondo y se volvía a incorporar a las tareas en seguida.
Al cabo de un mes de entrenamiento, podía andar en las barras y utilizaba el andador como si nunca hubiese dejado de andar. Un día se soltó del andador y por fin lo hizo sola, estaba andando de nuevo. Las lágrimas rodaron por su cara y se dio cuenta de que lo había conseguido…
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